Ser hoy adolescente no es nada fácil; en realidad, no lo ha sido nunca. Los cambios biológicos y hormonales propician la aparición de tormentas emocionales, arrebatos impulsivos y alteraciones del humor, tan típicos de esta etapa evolutiva. El paso de la infancia a la vida adulta implica una modificación brusca de la imagen corporal que está ligada a la asunción de la identidad y orientación sexual. Es entonces cuando la persona empieza a crear un estilo de vida propio y a dotarse de un sistema de valores. Al resultar fundamental la aceptación por el grupo de iguales, la imagen corporal y el éxito social modulan la autoestima de los jóvenes. Asimismo, los cambios sociales y familiares vividos en las últimas décadas han adelantado la entrada en la adolescencia y han supuesto unos retos para la salud mental.
Internet, los dispositivos móviles, las redes sociales y el desarrollo de la inteligencia artificial —del ChatGPT en concreto— han transformado los modos de comunicación y de acceso a la información de la sociedad en general y de los jóvenes en particular. A su vez, las redes sociales, como X, Instagram, Youtube o TikTok, están disponibles las 24 horas, son de fácil acceso y proporcionan a los adolescentes la visibilidad, el contacto inmediato y la creación de vínculos con su red de amistades, lo que les posibilita su validación social, tan importante en este período evolutivo.
Es más, los teléfonos inteligentes, con sus múltiples prestaciones —el todo en uno—, e internet han traído consigo consecuencias positivas, como, entre otras, el aprendizaje interactivo, el desarrollo de habilidades tecnológicas, los juegos educativos y de ocio o la comunicación a distancia. Probablemente no estamos en una era de cambios, sino en un cambio de era.
La exposición a las pantallas en sí misma no es buena ni mala. Todo depende del uso que se haga de ellas. Un instrumento tan potente como el teléfono inteligente puede generar en algunos casos efectos psicológicos negativos. De hecho, según un informe reciente del Plan Nacional sobre Drogas, publicado por el Ministerio de Sanidad en diciembre de 2023, el 25,9% de las chicas y el 15,3% de los chicos de entre 14 y 18 años presentan un uso problemático de internet y un 2-3% una adicción. Se trata de una epidemia silenciosa que no genera un rechazo social y que constituye un problema de salud pública. Y a diferencia de lo que ocurre en un casino o en un banco, los controles en el ecosistema digital respecto a la edad de los usuarios son muy laxos.
En cualquier caso, nadie es adicto a una pantalla, ni a internet ni a un móvil, como nadie es adicto a una cajetilla de tabaco o a la barra de un bar, sino a la nicotina o al alcohol. Las pantallas del móvil o de la tablet o el acceso a internet son meros contenedores de posibles adicciones al juego de apuestas, al sexo y a las compras en los adultos; a los videojuegos y a las redes sociales, en los jóvenes y adolescentes. Las adicciones online generan un flujo de transrealidad que es similar a la experiencia producida por las drogas. Lo que caracteriza a la adicción es la pérdida de control, la dependencia, el abandono del interés por otras actividades gratificantes y la interferencia grave en la vida cotidiana de la persona afectada.
Estas adicciones suelen ir precedidas, acompañadas o sucedidas por otras alteraciones psicológicas. Esto es lo que se denomina como patología dual. Así, pueden surgir la ansiedad y depresión, incluso la ideación suicida, en la adicción a las redes sociales; la hiperactividad, en la dependencia a los videojuegos; el abuso de alcohol y la depresión, en el juego de apuestas problemático; la insatisfacción con la imagen corporal, en las compras compulsivas; o el abuso de cocaína y los rasgos obsesivos, en la adicción al sexo. Es decir, los trastornos mentales pueden ser consecuencia de la adicción a las redes sociales, pero otras veces la preceden y la facilitan.
Más allá de la adicción, puede haber otras consecuencias negativas para la salud en la sobreexposición a las pantallas, como la obesidad, las alteraciones del sueño o la accidentabilidad, sin olvidar la depresión o la insatisfacción con la imagen corporal cuando surge una disonancia entre la realidad y la felicidad ficticia exhibida en las redes. Asimismo, la multitarea o el scroll infinito que realizan muchos adolescentes y jóvenes pueden generar estrés y niebla mental -estado de confusión y dificultad de concentración-, que son resultado de la sobreestimulación cerebral.
En realidad, solo se hacen bien dos tareas simultáneamente cuando una de ellas está automatizada, como caminar y charlar. No debe olvidarse tampoco que las redes sociales propician una pérdida de intimidad de la persona. Pero es el mantenimiento de esta lo que confiere dignidad al ser humano y su pérdida lo que supone una agresión grave a la autoestima. También el acceso a contenidos inapropiados, el establecimiento de perfiles falsos o el ciberacoso escolar o sexual en las redes suponen una amenaza para la integridad psicológica de los adolescentes en un período evolutivo de especial vulnerabilidad.
El abuso de las redes sociales o de WhatsApp puede dar lugar a distorsiones en la comunicación, como los malentendidos o los sobreentendidos. Las caricias, las sonrisas, los gestos, el tono de voz o los abrazos no pueden ser sustituidos por los emojis. Las emociones se perciben a través de las microexpresiones faciales. La sensación de mirar a los ojos no la igualará nunca un mensaje de 280 caracteres.
Hay algunas señales de alarma que pueden poner sobre aviso acerca del uso inadecuado de las pantallas en los adolescentes. Entre ellas figuran los tiempos de conexión anormalmente altos, con incapacidad de parar, y las mentiras reiteradas a la familia sobre ello o sobre el contenido de los mensajes; la utilización del móvil en lugares inadecuados, a destiempo o en formato de multitarea; la irritabilidad cuando no es posible la conexión; o los pensamientos reiterados en la red cuando no se está conectado a ella. Si a ello se unen las alteraciones del sueño, el distanciamiento de la familia, la disminución del rendimiento académico o la reducción de las relaciones sociales presenciales, se encienden las luces rojas de alerta.
¿Qué hacer de forma preventiva para atajar este problema? Los adolescentes deben aprender a contar con tiempos de abstinencia digital y a conseguir un equilibrio entre el uso de la pantalla y las relaciones sociales presenciales. A nivel político, hay que regular más el uso de la tecnología digital. Del mismo modo que hay diversas normas de tráfico para los coches, se debe establecerlas también para los móviles, en relación, por ejemplo, con la edad de acceso a ellos y con el control, allí hasta donde sea posible, de los contenidos inadecuados en la red. No se trata de poner puertas al campo, sino de hacer compatible la libertad individual con la protección necesaria a las personas más vulnerables.
A nivel educativo, conviene prohibir los móviles en la escuela, así como hacer un uso razonable de la tecnología digital en el aula. Y a nivel familiar, es necesario establecer aplicaciones de control parental y, sobre todo, dar ejemplo a los hijos con un uso adecuado de los móviles, sin que los padres inviertan una cantidad de tiempo excesiva o recurran a ellos en momentos inapropiados. Porque los menores pueden no escuchar lo que dicen los padres, pero siempre miran lo que hacen… y lo que no hacen.