El despreciable y mantecoso burócrata del partido se encaprichó de una actriz de cierta fama pero con la autoestima por los suelos. Para conseguir sus favores ordenó espiar a su novio, un laureado y mimado por el régimen autor teatral. De repente, Koch se vuelve sospechoso -está a punto de caer en desgracia- y el burócrata penetra en sus vidas. El encargado del meticuloso seguimiento es el servicial y cumplidor capitán Wiesler. Las escuchas interfieren en la relación de los artistas. La glacial mirada de Wiesler se transforma lentamente a medida que simpatiza, sin querer pero sin poder evitarlo, con la pareja. Wiesler se transforma y reconvierte cuando los acontecimientos se precipitan: demasiado tarde. Wiesler era un buen hombre absorbido, narcotizado, anulado y abducido por el comunismo en la RDA. La vida de los otros traza un demoledor retrato de la deshumanización a la que aboca el totalitarismo soviético.
Las sonatas y el fluir de la literatura que escuchaba desde el desván despertó su sensibilidad y tronchó su sofocante observancia. Desde ayer sabemos que la mirada del fiscal de Sánchez no se azucarará. La Justicia no quebrará su voluntad de servir a Sánchez hasta el último aliento. Da cuenta de ello una frase que Álvaro García Ortiz pronunció desde el banquillo: «La mentira nunca puede ser un secreto». Para el fiscal general de Sánchez la servidumbre está por encima del Derecho. O muestra cuajo o amoralidad; o ambas cosas.
García Ortiz se entregó del todo -doctrina, actitud y narrativa- a la cruzada de Sánchez contra los jueces, los medios críticos y la oposición. Pero hete aquí que justo ayer, la Audiencia Provincial de Madrid anuló el registro en las propiedades de Barrabés -en relación con el caso Begoña Gómez– porque, adujo, «no se puede obtener la verdad real a cualquier precio. No todo es lícito en el descubrimiento de la verdad. Sólo aquello que es compatible con la defensa del elemento nuclear de los derechos fundamentales, así la dignidad, [o] la intimidad». Los registros, dice la Audiencia, no estaban «suficientemente justificados». El juez se precipitó.
García Ortiz goza no sólo de las garantías procesales propias de cualquier ciudadano, sino además, de los impropios privilegios de ser el jefe de los fiscales. La Fiscalía no intervino en el interrogatorio porque espera resolución acerca del recurso de García Ortiz sobre el registro de su despacho. García Ortiz se envalentonó ante el juez y lo consideró «ilegal», un «allanamiento». Añadió: «Creo que el instructor parte de una certeza que le impide descubrir la verdad». Le acusó de tener escrita la sentencia con anterioridad a la celebración del juicio. Se consideró, como Sánchez, víctima de una cacería.
García Ortiz es tozudo y pétreo, pero los impúdicos argumentos de su defensa palidecen, pues insiste en que lo que considera la verdad de los hechos -el pacto de conformidad lo solicitó inicialmente González Amador– neutraliza su deber primario: salvaguardar las garantías procesales. No lo hizo, por eso le investiga el Supremo. El fiscal general del Estado vulneró los derechos fundamentales de un particular porque su dux está obsesionado con destruir a una adversaria política. Para García Ortiz el fin justifica los medios. Pero también nos engaña respecto del fin: si fuese la verdad, hubiese preservado los medios. Su fin real es rendir pleitesía y saciar la sed del césar. Para ello escenifica la guerra de Sánchez: su fiscal contra el Supremo.