Nadie se atreve a encararse con el problema de forma directa. Existe temor o puede que sea inconsciencia o simplemente el ejercicio habitual de mirar hacia otro lado mientras cuele. Pero lo cierto es que la crítica literaria pasa por un momento de desorientación. Demasiados intereses entrelazados para ir a la yugular de la cuestión y hacer una diagnosis honesta y constructiva. Los críticos en general (también se les podría llamar en muchas ocasiones redactores de reseñas) no quieren profundizar en los libros que analizan por miedo a hacer daño.
El tema tiene muchas aristas y este espacio es demasiado reducido para extenderse, pero la realidad es que mientras en los 80 una buena o mala crítica suponía un tanto por cien elevado del éxito de un libro, ahora esa fuerza se ha trasladado a los clubs de lectura o a las recomendaciones en redes sociales, de las que ya he escrito en alguna ocasión.
Curiosamente, los críticos siguen escribiendo buenos textos y solventes. Sin embargo, han perdido la autoridad y la personalidad que tenían antes. Así, el espacio ha quedado abierto a los clubs de lectura de buenas librerías que, y esa es una buena noticia, mantienen una relación directa con los lectores y consiguen de ese modo un nivel de ventas excelente, gracias a las comunidades de lectores.
El ejemplo más claro de esa usurpación del espacio prescriptor lo tenemos en el boom de los clubs de lectura de estrellas de la música o el cine que desde hace tiempo se han puesto de moda en EEUU y de las que en este número de ABRIL habla Anna Maria Iglesia con mucho criterio.
Pudo comenzar con la periodista Oprah Winfrey, que encumbró la literatura de Roberto Bolaño, y continuar con Dua Lipa, que popularizó a nuestra Alana S. Portero. En todo caso, es un buen momento para que la crítica literaria se mire al espejo, baje de su torre erudita, tan cómoda, y se percate de que la comunidad de lectores está en otra órbita.