Apenas habían pasado unas horas desde la detención del alcalde de Estambul, el socialdemócrata Ekrem Imamoglu, el pasado 19 de marzo, cuando los estudiantes comenzaron a protestar. Con pancartas improvisadas en cartulinas se congregaron en el exterior de las facultades de la Universidad de Estambul en las callejuelas del barrio de Beyazit. Una barrera de decenas de antidisturbios les bloqueaba el paso en dirección a la plaza de Saraçhane, en la que se encuentra el Ayuntamiento, pero los estudiantes comenzaron a empujar a los agentes, decididos a marchar. Más y más jóvenes llegaron por detrás hasta que, con la fuerza de una riada, rebasaron a los policías. Las imágenes se hicieron virales. Y cambiaron la historia de estas protestas.
A esas horas, el Partido Republicano del Pueblo (CHP) aún estaba conmocionado por la detención de Imamoglu, al que cuatro días después iba a proclamar candidato a las elecciones presidenciales. Había denunciado su detención como un “golpe de Estado” del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, contra su principal rival, pero el partido, habitualmente tan alérgico a salirse de la política institucional, debatía qué hacer. La determinación de los jóvenes de la Universidad de Estambul fue lo que les movió a hacer un llamamiento a tomar las calles y plazas, según ha confirmado un dirigente del CHP al periodista Rusen Çakir.
“Esta acción abrió el camino a que el descontento que lleva años acumulándose tomase una forma concreta. Y a que el CHP abandonase su posición defensiva y pasase a la acción”, sostiene el politólogo Güven Gürkan Öztan: “Los jóvenes han sido la llama que ha prendido la protesta y los que han hecho que continuase con sus formas de movilización creativas, que han llevado de nuevo la política al espacio público”.
En las protestas que sacuden Turquía desde hace más de 10 días hay gente de todas las edades, pero sobresalen los jóvenes que, además de participar en las convocatorias del CHP —este sábado cientos de miles de personas han vuelto a protestar en respuesta al llamamiento del partido—, organizan sus propios actos. Son una generación que no ha conocido otro Gobierno que el de Erdogan, quien ascendió al poder en 2003 y no lo ha dejado desde entonces ―unos 30 millones de turcos, un tercio de la población, no ha vivido otra cosa―. “Los universitarios son los más representados, pero también hay trabajadores precarios e incluso jóvenes del extrarradio que acuden a los enfrentamientos con la policía para desfogarse”, explica Öztan.
Al segundo grupo lo representa Deniz, de 22 años, quien pese a haber aprobado los exámenes de acceso a la universidad, no ha podido comenzar la carrera: lleva cuatro años trabajando para ahorrar y poder costearse los estudios. “El innombrable que está al frente de todo nos roba los derechos a los jóvenes y nos pone palos en las ruedas. No he visto otra cosa desde que era niña”, dice esta joven, que, como otros entrevistados, pide no usar su nombre real.
Pese a que, apenas un cuarto de hora después de esta conversación, la policía rodeará a los jóvenes y disolverá la concentración en el barrio de Sisli, Deniz asegura no temer la represión: el hecho de que tanta gente haya salido a la calle ha roto la barrera psicológica del miedo impuesto durante la última década de represión, que había limitado al mínimo las protestas callejeras desde la derrota de la revuelta de Gezi, en 2013, que sacó a millones a la calle y puso a Erdogan contra las cuerdas. “Los policías no son nuestros enemigos, sino el Gobierno”, afirman Mete y Ömer, dos estudiantes de primer año de carrera, para los que estas movilizaciones son el primer acto político en el que participan en su vida.
En las plazas y calles de Turquía se escucha una amalgama de eslóganes. Desde el kemalista “somos los soldados de Mustafa Kemal” (Atatürk, el fundador de la República laica) al ultranacionalista “Apo es un bastardo, y lo seguirá siendo” (en referencia al líder del grupo armado kurdo PKK, Abdullah Öcalan, con el que el Gobierno negocia un proceso de desarme), para inmediatamente corear en grupo un “codo con codo contra el fascismo” o los versos del poeta comunista Bertolt Brecht: “Uno solo no puede salvarse. O todos o ninguno”. “Los militantes de organizaciones izquierdistas distan mucho de ser la parte determinante de la protesta, pero aportan su experiencia en momentos difíciles, como las cargas policiales o la atención a los heridos”, explica Öztan. También son con quienes se ceban las redadas de madrugada con las que cada día se despierta Turquía (el número de detenidos supera los 2.000).
Durante años se había hablado de una generación apolítica, pero el sociólogo Baris Tugrul, de la Universidad de Hacettepe de Ankara, que ha iniciado un estudio sobre los jóvenes que protestan, no está de acuerdo. “Quizás no están politizados de la misma forma que los jóvenes de anteriores décadas, porque las formas de socialización han cambiado mucho y estos jóvenes se criaron en las condiciones de decepción por la derrota de Gezi [protestas en Estambul en 2013 que comenzaron con la defensa de un parque frente a un proyecto de centro comercial]. Pero no son una generación apolítica, al contrario, son una generación de indignados”, sostiene. “Incluso hay muchos que dicen explícitamente que vienen de familias de votantes del AKP [el partido de Erdogan]”, puntualiza.
Casi un cuarto de siglo de Gobierno islamista ha hecho que muchos jóvenes se alejen de la religión y cada vez se identifiquen más con la etiqueta de “ataturquista” o de “nacionalista”, mientras quienes optan por las de “islamista” o “conservador” han descendido, según un estudio sobre la juventud turca realizado por el instituto Konda el año pasado. La continuación del apoyo a Erdogan ―que en las elecciones de 2023 cosechó un 52% de los votos― lo atribuye Kaan, un joven de 28 años, a “los mayores”. “Muchos mayores se han convertido en ovejas ciegas”, apuntala Deniz.
Aunque el CHP sigue centrando sus demandas en la liberación de Imamoglu, para los jóvenes estas movilizaciones trascienden una cuestión partidista. “En las entrevistas que hemos hecho, lo que más citan son conceptos como la injusticia, la falta de libertades o la desesperanza e incertidumbre sobre el futuro”, afirma el profesor Tugrul. La detención del político socialdemócrata ha sido simplemente la gota que ha colmado el vaso de la paciencia de los jóvenes, al eliminar de un plumazo la posibilidad de un cambio mediante las urnas (Imamoglu es visto como uno de los pocos candidatos que puede superar en votos a Erdogan).
“No estamos aquí a favor de un partido o una persona, sino por la justicia y el Estado de derecho”, opina Derya, una estudiante de Empresariales. A los universitarios les irrita particularmente el hecho de que, un día antes de su detención, a Imamoglu se le canceló su título universitario (requisito para concurrir a unas elecciones presidenciales), y junto a él a otras 27 personas, incluida una académica de la Universidad de Galatasaray, que ha perdido el trabajo por ello. El mensaje para los universitarios es que no importa lo que se esfuercen en sus estudios si, en el futuro, sus títulos pueden ser cancelados por razones políticas.
Se prevé que, con las fiestas del Ramadán que comienzan este fin de semana, las protestas bajen de intensidad, pero los estudiantes esperan que solamente sea un descanso para retomarlas con más fuerza. Un profesor de la Universidad de Estambul, que pide ocultar su nombre, considera que, en este caso, el coste de abandonar las protestas es mucho mayor que en la época de Gezi porque, de no obtener avances, los que han participado sufrirán represalias (en 2013 el Gobierno turco no era tan autoritario). Después de Gezi, afirma el académico, muchos sabían que al menos tendrían la opción de seguir con sus carreras académicas o laborales o incluso irse al extranjero, dos vías que ahora parecen más difíciles porque la situación económica es peor que entonces y porque los países de la UE niegan los visados a muchos turcos.
A principios de la década de los 2010, tener un título universitario era un billete seguro para un trabajo bien pagado en Turquía. La encuesta sobre la juventud de Konda en 2011 indica que la inmensa mayoría de los jóvenes, entonces, creían que los estudios y el esfuerzo personal eran suficientes para lograr el éxito. En ese año, el 60% de los jóvenes pensaban que su situación mejoraría en el plazo de cinco años; en la misma encuesta de 2024, únicamente el 36% de los jóvenes turcos pensaba que el futuro les depararía una situación mejor.
El contrato social se ha roto, como en muchos otros países, si bien en Turquía el proceso ha sido mucho más rápido y profundo. “Todos los jóvenes hacen referencia al nepotismo. Si no tienes un pariente afiliado al partido [de Erdogan] no tienes futuro, por mucho que tengas un título de una universidad de prestigio”, afirma el sociólogo Tugrul. “Solo cogen a su gente, hay mucho enchufismo. Nuestro futuro es una incógnita”, se quejan los estudiantes Mete y Ömer.
La renta per cápita en Turquía es de 13.000 dólares (unos 12.000 euros), la misma que hace 12 años, pero entre tanto se han incrementado las desigualdades. Según datos de World Inequality Database, Turquía es uno de los países con más desigualdad y el 1% de la población controla casi un 25% de la riqueza. Desde 2013, el coste medio de un alquiler en Estambul ha pasado de 350 euros a más de 700, cuando el salario mínimo ―que cobran casi la mitad de los trabajadores― es de unos 550 euros. El poder adquisitivo también se ha hundido: si en 2013 un salario mínimo permitía comprar 365 lahmacun (una especie de pizza fina con carne picada), ahora solamente permite comprar 150.
“¿Miedo? No tenemos miedo. De hecho, por tener miedo en el pasado, hemos llegado a esta situación”, afirma la estudiante Derya: “Ahora no nos queda nada que perder”.