A pesar de su arbitrariedad, los números redondos todavía conservan una notable capacidad de fascinación. Expresan cantidades memorizables –los múltiplos de diez– que asociamos con la buena suerte y nos sirven, indistintamente, para cálculos mentales rápidos o para establecer comparativas de orden relativo. Aunque lo que en términos matemáticos es exacto puede no serlo necesariamente en el ámbito artístico, donde la perfección excesiva, a veces, es la antítesis misma de la autenticidad. Con los números redondos sucede además algo similar a un desfondamiento: si no logramos conquistar estas cifras mágicas con las que, entre otras cosas, contamos los años y el tiempo que nos queda de vida, así como el dinero que hemos perdido o las fortunas que un día lejano aspiramos a ganar, todos nuestros esfuerzos por conquistar el alto trono de los guarismos exactos se tornan estériles. No nos sirven de nada.
Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) estuvo en vida muy cerca de cruzar el Rubicón del centenar de cuentos, todos escritos entre sus años en el Perú y su largo exilio en París, pero la desventura quiso que no terminase de llegar a la meta. Se murió casi en la orilla. Al menos, así parecía ser cuando, con 65 años, se fue a ese lugar del que ya no se vuelve por culpa de un cáncer de pulmón, asociado a su condición de fumador silencioso. De sus relatos, piezas magistrales que no consiguieron el reconocimiento popular que merecen, Alfaguara reeditó en noviembre del pasado año un excelente compendium, titulado Cuentos reunidos.
En este volumen están recogidas todas las narraciones breves que desde 1955 hasta mediados de los noventa publicó en distintas entregas. El libro, con un estupendo prólogo del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, reúne en su integridad la palabra del mudo, que fue el nombre genérico que este hombre, enjuto y de carácter retraído, quiso dar a su narrativa breve, al margen de sus novelas, que frecuentó durante 15 años en tres intentos sin excesiva fortuna editorial: Crónica de San Gabriel, Los geniecillos dominicales y Cambio de guardia.
La escasez (relativa) de su novelística contrasta con la ambición de su narrativa breve, un género en el que fue un maestro consumado –a la altura de Julio Cortázar– y con el que mantuvo viva esa tradición que en Sudamérica tiene en el argentino Horacio Quiroga a su Edgar Allan Poe, al margen de otros antecedentes como el argentino Esteban Echevarría, y su cumbre en Borges. Estos dos carecen, al contrario que Ribeyro, de un generoso caudal de escritos íntimos; él escribió diarios (La tentación del fracaso), mucha correspondencia, algo de ensayo e incluso diez libretos teatrales, pero su sustancia está cobijada en los relatos, «una de las estampas más valiosas de la literatura hispanoamericana», en palabras de Vásquez, que lo compara con Chéjov, Alice Munro, Frank O’Connor y Bernard Malamud.
La asociación, al margen del odre genérico, tiene todo el sentido: Ribeyro es un escritor de interiores, incluso cuando sale a la calle; centrado en las peripecias de sus personajes, de estirpe cervantina –por la compasión que muestra hacia sus criaturas– y un profundo fisonomista de la condición humana. Más que fabular, tarea altisonante, describe la vida, el mundo, un rincón concreto del universo donde a veces suceden cosas que serán olvidadas de inmediato, salvo por sus protagonistas, y que si él no se hubiera detenido a fijar por escrito no hubieran resistido al óxido de los días y de las noches. Su mundo es humilde. Y auténtico.
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Sencillez
No crea nuevas geografías porque, sencillamente, no las necesita. Su territorio tiene algo de atmosférico. Es ambiental: esa forma tristeza que a todos, en el fondo, nos explica. La misma pena lacónica que moviera a César Vallejo a escribir su epitafio antes de hora: «Me moriré en París con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo. / (…) César Vallejo ha muerto, le pegaban / todos sin que él les haga nada». Libros de horas vacías, vidas diminutas e intercambiables, consumidas por una tragedia equivalente a la de los héroes antiguos, pero sin hexámetros, sin epopeya. Criaturas lanzadas al mismo páramo del Rey Lear de Shakespeare, pero cuyos humores no tienden hacia lo sublime, sino que se agotan sobre un lecho terrestre.
Ribeyro es un escritor realista, casi sin artefacto retórico. Tan asequible que casi confunde a sus lectores: sus historias, siendo profundamente literarias, están desposeídas del aparato de esa clase de prosa que se finge artística sin cesar. Él se acogió por completo al don de la sencillez, el arte más complejo que existe. Su literatura es un perfecto anacronismo, como señala Vásquez. Está escrita cuando sus iguales innovaban formalmente y recibían el triunfo popular (que fue también un inmenso negocio editorial) del boom latinoamericano.
De ahí que a Ribeyro le suceda algo parecido a Onetti: es un escritor para escritores. Un cofre secreto. Si teorizó sobre el cuento –y su poética– lo hizo sólo después de escribir mucho, y únicamente como una manera de aclararse él y compartir parte de los secretos de su artesanía. Su arte no está sustentado en la fanfarria. Es una destilación. Con el correr del tiempo, después de haber publicado libros estimados por la crítica e incluso premiados, pero con escasa repercusión, empezó a preguntarse por lo que hacía y decidió introducir leves cambios. De los personajes marginales, como él en sus años franceses –venía de una familia de Miraflores–, pasó a retratar a una burguesía con anhelos. La garúa de Lima fue cediendo el espacio al cielo encapotado de una Europa poblada por exiliados latinoamericanos.
En todos estos elementos vemos, por supuesto, un sostenido ejercicio de memoria y evidentes dosis de autobiografía, filtrada a través de la ficción y la observación. No es extraño que algunas de sus últimas piezas, como Solo para fumadores, deriven en una prosa meditativa, de orden casi ensayístico. Alfaguara, sin embargo, ha decidido dejar fuera de su colección de Cuentos reunidos, cuya primera versión data de mediados de los noventa, los cinco relatos inéditos de Invitación al viaje, que son los que ahora han logrado que la narrativa breve del escritor peruano lograse el hito del centenar de piezas. Ese número tan perfecto.
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Piezas olvidadas
A primera vista, se trata de una decisión asombrosa. ¿Por qué no sumar al corpus ya existente de los relatos de Ribeyro estas piezas olvidadas? La respuesta tiene que ver –sospechamos– con un lógico reparo editorial: el escritor peruano publicó en vida 95 cuentos, pero no autorizó la apostilla de estos cinco últimos, aparecidos tres décadas después de su muerte. Todo hace indicar que fueron desechados por Ribeyro –que los escribió hace más de medio siglo, pero condenándolos a la pena de archivo–, aunque no tengamos ningún dato cierto para saber si fue porque no los juzgaba dignos o, quizás, porque eran sólo borradores de trabajo. El hecho es que nunca los publicó. Han sido sus herederos los que han tomado esta decisión.
Las piezas de Invitación al viaje conservan la misma atmósfera literaria del Ribeyro de los años setenta, pero carecen de la sofisticación de relatos posteriores. Son bocetos. Arqueología literaria, igual que En agosto nos vemos, la novela póstuma de García Márquez, publicada por sus hijos. Estas obras pueden considerarse restos del taller del escritor. Nos permiten conocer cómo trabajan intramuros. Nos devuelven su perfume. Todo esto es verdad. Pero también dejan claro que, junto al talento para escritura, la literatura necesita el nihil obstat del escritor. Vargas Llosa dijo una vez que Ribeyro había conseguido el punto máximo del naturalismo. Nosotros hubiéramos agregado que su conquista fue otra: el milagro de la naturalidad.