“Todo es rápido, fugaz, momentáneo: el éxito de un libro, la popularidad de un autor dramático, una amistad, un amor, una amargura. Nos falta el tiempo”. José Martínez Ruiz (Azorín) (1873-1967) escribió Diario de un enfermo en 1901, con 28 años. Era su primera novela, tras haber dado a la imprenta, casi siempre a su costa, unos cuantos folletos sobre literatura con los que intentó darse a conocer como escritor. Ser alguien. Ser él.
Tras un largo peregrinar por distintas universidades –Valencia, Granada, Salamanca– por fin se había decidido a instalarse, aunque de forma muy precaria, en Madrid con el anhelo de abrirse camino, forjarse un sendero como periodista y escritor y, subsidiariamente, terminar de una vez, cosa que nunca hizo, los estudios de leyes a los que le condujeron el deseo de su padre y cierta falta de carácter.
Vivía en pensiones hostiles, fatigaba a sus contactos con cartas de recomendación para colocarse en algún lugar y visitaba, con una mezcla de entusiasmo y desesperanza, las redacciones de los periódicos en los que ambicionaba –y a veces conseguía– escribir. La ruta iniciática de las letras españolas durante buena parte del siglo XX era exactamente así. El mundo parecía ancho y ajeno porque estaba lleno de dificultades y obstáculos.
Este sentimiento, propio de un niño bien que decide convertirse en artista, es el que vierte Azorín, cuando aún no era Azorín, en las páginas de su debut novelístico, donde, como Baroja y otros escritores de su quinta, practica un registro confesional lleno pesimismo y angustia, fruto de las lecturas de Schopenhauer y Nietzsche y del hondo sentimiento de frustración que provoca tratar de abrirse camino y no saber cómo. Martínez Ruiz se ve a sí mismo como un perfecto inadaptado y se desahoga –por boca de su primer personaje autobiográfico– en paralelo al cambio de siglo, pero sin hablar de la crisis de identidad que significó para España la pérdida de las últimas colonias.
Este dato no es inocente. A aquellos jóvenes a los que, en los libros de historia de la literatura, se les asignó el marbete de encarnar la conciencia de una España dolorida, les importaba su futuro más que cualquier otra cosa. Un hecho puramente natural: los autores del 98, en mayor o menor medida, buscaban un sitio donde aposentarse, lectores, relevancia social y los honores y el dinero asociado a la condición de intelectuales, cosa que muchos conquistarían unos años después. Antes fueron unos iconoclastas en busca de un destino; por supuesto, perfectamente burgués.
Ésta es una de las enseñanzas de Clásico y moderno, la eficaz biografía sobre el autor de La voluntad que Francisco Fuster, profesor de la Universidad de Valencia y autor de un meritorio compendium biográfico dedicado a Julio Camba (Una lección de periodismo), acaba de publicar en Alianza Editorial. Los libros de Fuster, que investiga la historia cultural de España en la Edad de Plata, se caracterizan por su rigor documental y un evidente ánimo divulgativo, más que por su condición de ensayos literarios. Los datos, las referencias, los materiales documentales son en ellos más importantes que los ejercicios de estilo o el enfoque, de suerte que cuando documenta la vida de un escritor lo que encontramos son fundamentalmente hechos, casi siempre ordenados al modo cronológico, lineales, más que interpretaciones subjetivas.
Por eso su interés, además de historiográfico, reside en su capacidad para, al tiempo que desarrolla los hitos vitales de un escritor, ilustrarnos sobre una época concreta. En Clásico y moderno el retrato del Azorín terrestre brilla por su condición de miniatura sobre la España de la Restauración borbónica, que fue la placenta cultural donde el escritor valenciano tuvo que hacer carrera no sólo literaria y periodística, sino también política, conducido por un pragmatismo que a muchos ingenuos quizás podría llevarles a escándalo, pero que demuestra que, en la batalla intelectual, ni los métodos ni las formas han cambiado en exceso.
Los nuevos apocalípticos siempre chocan con los integrados de la generación anterior porque ambicionan ocupar su espacio para, acto seguido, convertirse en herederos de aquellos a los que han desplazado. Éste es también el itinerario vital de Azorín, señor de la prosa sencilla y estilista inmóvil, que en esta biografía no parece ser –o, al menos, no por completo– el escritor hierático, abstraído y gélido que nos han trasladado otras biografías.
Fuster nos lo presenta con plena conciencia de cuáles son los caminos del éxito y dueño de una gran habilidad, propia de la época, para arrimarse al sol coyuntural que más calienta, sin que esto, como sucede con otros muchos autores, como Josep Pla, desmerezca en nada la calidad de sus artículos y libros, en los que intentó fusionar lo mejor de la tradición literaria española con las corrientes artísticas extranjeras.
Azorín es el más misterioso de los autores del 98. Fue un ser apasionante y contradictorio. Si en su escritura persigue una síntesis entre lo mejor del pasado y el pálpito de su presente, en el ámbito personal estos dos espacios aparecen, si no enfrentados, sí en conflicto, por mucho que el escritor de Monóvar relativizase las críticas que recibió de buena parte de sus iguales por su obstinación en ser alguien al margen de la literatura.
“En la vida, entre el sentir o creer que se siente no hay diferencia alguna. Acoplamos, pues, los pensamientos a las sensaciones. Si las sensaciones son continuas, y vivaces, e intensas, los pensamientos irán variando según sintamos. No importará que el pensamiento de hoy esté en contraposición con el de ayer; somos, en estos momentos, al pensar de distinto modo, fieles a nosotros mismos; no existe versatilidad, sino lealtad para con nosotros mismos. Puesto que el ambiente del mundo y la sensibilidad con la que aprehendemos el mundo ha cambiado, nosotros variamos. No seríamos humanos si no lo hiciéramos”.
Excusatio non petita, acusativo manifiesta. La biografía de Fuster aporta datos biográficos sustantivos que ayudan a dar un sentido a lo que, en apariencia, pareciera no tenerlo. A modo de ejemplo: su raudo viaje desde el anarquismo y el federalismo, con Pi y Margall como referente, hasta las filas de un conservadurismo militante (el de Maura, al que deja de lado cuando decae su estrella para ganarse los favores de otros, ya fuera De la Cierva o, después de la Guerra Civil, Franco).
O su trayectoria como escritor de periódicos, donde El País (el viejo diario republicano) es su comienzo y Abc, el diario monárquico de la familia Luca de Tena, el destino más duradero y casi definitivo, a excepción del tránsito (temporal) por El Imparcial, de donde fue despedido por escribir unos reportajes sobre la Andalucía amarga que no gustaron al dueño del periódico.
Azorín escribió, como corresponde a un profesional que ejerce de forma autónoma el arte del periodismo, en un sinfín de semanarios y diarios. Unos nobles; otros, efímeros y pasajeros. Pero incluso en sus mejores momentos profesionales se queja del escaso rendimiento económico que le reportan sus crónicas y artículos; hasta el punto de ser esta razón una de las justificaciones de sus pretensiones políticas. Fuster, que retrata bien esa galaxia de publicaciones donde ensayaban armas o libraran cruzadas los literatos modernos, aporta sin embargo otras causas de este anhelo, entre ellas los antecedentes políticos familiares.
Así, sin dejar de escribir en los periódicos, incurriendo en una doble condición ajena a la verdadera independencia, pasa sin quebranto ninguno de sentarse en la tribuna de prensa del Congreso a ocupar un escaño como diputado en Cortés. Este cargo público fue tan deseado por Azorín, hombre de sinuosos silencios, como los sillones de la Academia de la Lengua, que intenta conquistar de forma insistente solicitando la merced de distintos padrinos, entre ellos Maura, aunque sin demasiado éxito hasta 1924, cuando al fin accede al sanedrín dorado de la RAE.
Es llamativo ver cómo, al repasar gracias a los materiales documentales y la correspondencia que Fuster muestra en esta biografía, los jóvenes airados que predicaban la urgente regeneración de España, en su vida personal y profesional, practican exactamente los mismos vicios y hábitos de la política de la Restauración, caracterizada por el amiguismo, el encasillado electoral y el glorioso tráfico de influencias. Acaso fuera porque no había –ni hay– otra forma de medrar que no pase por la adulación perpetua y el interés fenicio.
Lo que nadie puede discutirle al autor de La ruta de don Quijote es su vocación como escritor. Tampoco su capacidad de trabajo: más de cien libros y unos cinco mil quinientos artículos de periódico, entre ellos sus afamadas crónicas parlamentarias, que son una de las indudables cimas del género por su proverbial capacidad para entreverar, entre los discursos de los diputados de uno y otro bando, esa atmósfera ambiental y gestual que caracteriza a la política española de principios del pasado siglo.
Quince novelas, obras de ensayo, meditaciones místicas, escritos satíricos y burlescos, obras dramáticas, libros de viaje, piezas políticas, epistolarios, críticas de teatro, notas sobre cine y gacetillas firmadas con distintos pseudónimos. Azorín escribe de todo, todo el rato y en cualquier parte:
“He escrito en muchos sitios a lo largo de mi vivir (…) No sé dónde he escrito con más fervor, con más verdad, con más entusiasmo. He escrito en cuartillas anchas y amarillentas, en cuartillas chicas y blancas. He escrito en un cuartito de estudiante, en la mesa de una redacción, en el campo, en la ciudad, en una estación, en la mesa de mármol de un café. He escrito por la mañana, por la tarde, a prima noche, en las horas de la madrugada, con el alba, con la aurora, a mediodía, a la tarde”.
Prosigue: “He escrito también estando bueno, con salud pletórica, enfermo, titubeante, sin sanidad y sin dolencia. He escrito con todas las luces, con sombras y con penumbras; con luz de aceite, grata luz; con luz eléctrica, agria luz; con la blanca y suave luz del gas; a la luz de las bujías, las románticas bujías. He escrito con pluma, con lápiz, con máquina de mesa y con máquina portátil, con pluma de agudo y con pluma de punto grueso. He escrito letra abultada y letra menuda. He escrito con inspiración y sin inspiración; con ganas y sin ganas. He escrito con ortografía y sin ortografía (…) He escrito novelas, cuentos, ensayos, comedias, artículos, muchos artículos, centenares de artículos, millares de artículos (…)”.
Y concluye al modo de una elegía: “¿Cuántas cuartillas faltan? ¿Cuántas quedan por llenar? ¿A qué altura estamos de la vida? ¿Nos quedará algún tiempo, algún tiempo para llenar algunas cuartillas más? ¿Y qué nos proponemos con llenar otras cuartillas? ¿Y qué nos proponíamos cuando llenábamos las cuartillas que representan nuestros primeros escritos? ¿Sabe alguien, con certeza, a dónde va cuando escribe?
Azorín, por supuesto, no fue a ninguna parte. Escribir sólo fue su forma de ser. Lo descubrió el día en el que adopta como propio el nombre de un personaje de ficción salido de su pluma –Antonio Azorín, el héroe menor de su segunda novela– y relega al registro civil su identidad oficial como José Augusto Trinidad Martínez Ruiz. Su metamorfosis lo lleva a ser el primer periodista de España que gasta monóculo y, después, un anciano espigado y elegante, con abrigo y sombrero. Lacónico. Antirretórico. Sobrio. Prosaico. Modernísimo. Éste es el hilo mágico que Francisco Fuster enhebra en esta biografía (nada heroica) de sus vidas y sus milagros.