Cada vez se acentúan menos palabras. Se está perdiendo la tilde en muchas de ellas, lo que nos lleva a recordar aquella greguería de Ramón Gómez de la Serna donde definió el acento como la vacuna de la palabra. Ya puestos, solo queda preguntarse de dónde viene la palabra vacuna.
Para ello, hemos de remontarnos hasta el siglo XVIII con ayuda de la escritora británica Mary Wortley Montagu (1689-1762), quien descubrió la solución para erradicar la enfermedad de la viruela. Fue durante un viaje a Turquía, en 1717, cuando se fijó en cómo las madres inoculaban viruela a los hijos para protegerlos contra una enfermedad de la que poco o nada se sabía. A esta técnica de profilaxis se la denomina variolación. De esta manera, los secretos aparentemente mágicos —pero de raíz científica— se descubrieron ante Mary, cuyas cartas desde la otra cara del mundo despertaron la admiración de la intelectualidad de la época, además de inspirar el orientalismo de pintores como Ingres. Las citadas cartas han sido recopiladas en castellano por la editorial La Línea del Horizonte bajo el título: Cartas desde Estambul.
Para quien desee sumergirse en las estrechas calles de Estambul, con sus bazares y mezquitas, así como en los baños turcos y los harenes de la época, su lectura resulta muy apropiada. Con todo, lo más importante —en lo que respecta a información científica— se encuentra en el remedio para la viruela, una enfermedad que Mary Wortley Montagu había sufrido en su propia piel. Pero lo más doloroso para ella fue la pérdida de su hermano por culpa de dicha enfermedad.
La familia real, interesada por la variolación, financió un estudio experimental. Las cobayas, en este caso, fueron unos reclusos de la prisión de Newgate a los cuales se les inoculó el virus a cambio de otorgarles la libertad. El experimento fue un éxito. Pero mucho antes, pongamos centurias, los chinos ya aplicaban la técnica de la variolación moliendo costras secas de gente con viruela para después esnifar el polvo resultante. No es que no les afectase, lo que sucedía es que la viruela que desarrollaban era de baja intensidad y sobrevivían a ella, proporcionándoles inmunidad para el resto de sus vidas.
En lo que respecta a la inoculación occidental, se llevaba a cabo en el brazo, donde se hacía un corte, en el que se aplicaba el contenido de la pústula de una persona enferma. Pero no fue hasta 1796 cuando vio la luz la primera vacuna moderna gracias al médico inglés Edward Jenner y a Sarah Nelmes, la ordeñadora de vacas que apareció en su consulta con las típicas marcas de la viruela bovina. Al cuadro clínico que ella presentaba se añadían décimas de fiebre y constantes dolores de cabeza. Fue entonces cuando el doctor Jenner puso en práctica algo que llevaba rondándole por la cabeza desde hacía tiempo, aplicando el contenido de las pústulas de Sarah Nelmes en un niño de ocho años que aún no había sufrido la enfermedad. Y ahí empezó todo.
Porque, al principio, el niño sufrió una ligera reacción y semanas después, el doctor volvió a inocularle viruela, pero esta vez de una persona sin presentar reacción alguna. Como la inmunidad se consiguió gracias a las vacas, desde ellas se gestó la palabra “vacuna” para denominar el remedio. A partir de entonces —como bien señaló Gómez de la Serna en otra de sus greguerías— las vacas escriben con el tintero de sus ojos el poema de la resignación.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.