King Kong debe su puesta en escena a Thomas Staughton Savage —misionero y naturalista norteamericano— quien constató su existencia en abril de 1847 cuando, desde Gabón, hizo llegar a Richard Owen —anatomista y conservador del Museo Hunterian londinense— los dibujos de un cráneo y de algunos huesos de un simio gigantesco.
Así lo cuenta la historia de la antropología, esa ciencia de “cotillas” a decir de Albert Sánchez Piñol en su último libro, Las tinieblas del corazón (Alfaguara). De esta manera, con el descubrimiento de “un cráneo de homínido de tamaño descomunal” empieza la leyenda de una etimología que tiene su origen en Grecia. Porque, cuando el doctor Savage volvió a su país en el mes de mayo de 1847, Richard Owen se quedaría con las ganas de abrir las puertas del museo londinense al simio gigante. Al final, tanto el cráneo como los huesos prometidos serían llevados a Estados Unidos por Savage.
Una vez allí, junto a Jeffries Wyman —anatomista de Harvard— el doctor Savage publicó la primera descripción de la especie recién descubierta. La bautizó como Troglodytes gorilla. Estamos en diciembre de 1847 y todavía faltan una docena de años para que Darwin publique El origen de las especies y algunos menos para que Moby Dick, la obra cumbre de las letras norteamericanas, llegue a las librerías en noviembre de 1851. Con esto se viene a manifestar el clima científico que vivía la época y su contrapunto literario. Porque el nombre Troglodytes gorilla es creado a partir de la palabra griega gorillai que aparece en un antiguo relato del navegante cartaginés Hannón quien, en el siglo vi antes de Cristo, viajó por la costa occidental de África.
En su relato, Hannón cuenta cómo en una isla se encontró con unos seres velludos a los que denominó gorillai, término que viene a significar “tribu de mujeres peludas”. A partir de estos contenidos, el libro de Sánchez Piñol se convierte en una posibilidad de interés que va seguir los pasos de los pigmeos africanos, seres de corta estatura que deben su nombre a Homero quien, en el canto III de la Ilíada, nos habla de ellos como criaturas fabulosas en guerra constante contra las grullas. “Pygmé —explica Sánchez Piñol— era una unidad de medida que equivalía a unos treinta y cuatro centímetros”. Con ella se bautizó a los pygmaíoi, personajes de la mitología griega.
A partir de este término imaginario y sin quererlo se va a adoptar un nombre que, a través de los siglos, se convertiría en la designación de un grupo étnico. Un malentendido histórico donde la ciencia se mezcla con la literatura, y del que se sirve Sánchez Piñol para atravesar la selva y llevarnos hasta el final de un camino donde nos espera el sillón de un dentista con una calavera —de simio gigante— clavada en su cabezal.