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El nacionalismo económico no es solo una mala idea; en la práctica, es una quimera

En un mundo donde los eslóganes simplistas a menudo secuestran el debate político y económico, pocas medidas resultan tan peligrosamente seductoras como la promesa de proteger nuestra economía mediante aranceles. Suena patriótico, resuena especialmente entre quienes se sienten perjudicados por el avance del comercio internacional y parece una solución sencilla. ¿Qué podría salir mal? La respuesta, como nos enseña implacablemente la historia, es prácticamente todo.

Afortunadamente, la historia económica, junto con numerosos estudios y análisis de datos, ofrece una perspectiva sólida que respalda un consenso casi unánime entre los economistas. Aprovechando que estos días se ha recordado la Ley Arancelaria Smoot-Hawley de 1930, podemos exponer por qué los economistas sostenemos, de manera rotunda, que los aranceles no solo no son el instrumento adecuado para resolver problemas derivados del comercio internacional, sino que, de hecho, los agravan considerablemente.

En plena Gran Depresión, en 1930, el presidente Herbert Hoover firmó la ley que elevaba drásticamente los aranceles sobre más de 20.000 productos importados. Lo hizo convencido de estar salvando la economía estadounidense. El razonamiento, compartido por no pocos políticos de la época, parecía impecable: proteger a las industrias y trabajadores nacionales de la supuestamente injusta competencia extranjera. ¿Quién podría oponerse a algo tan aparentemente beneficioso?

Sin embargo, ya entonces, la comunidad económica alertó sobre el inminente error. Más de mil economistas, en un acto de valentía académica, rogaron a Hoover que vetara la ley. Sus advertencias fueron ignoradas y se llegaron a descartar por considerarlas como meras teorías abstractas frente a la supuesta realidad política (la historia siempre rima). El resultado, como habían anticipado, fue catastrófico.

Casi un siglo después, el argumento central para imponer aranceles sigue siendo el mismo: salvar empleos nacionales bajo el eslogan “Make America Great Again”. La ironía es que son precisamente esos trabajadores quienes suelen engrosar las primeras listas de víctimas cuando se erigen estas barreras comerciales.

Lo que confirman numerosos estudios a lo largo del tiempo es que, tras la implementación de la Ley Smoot-Hawley, el desempleo en Estados Unidos se disparó del 8% en 1930 a un devastador 25% en 1933. Así, millones de estadounidenses perdieron su sustento mientras numerosas fábricas cerraban e infinidad de granjas quebraban. Los hombres y mujeres a quienes los políticos juraron proteger acabaron formando interminables filas en los comedores sociales.

Si bien es cierto que estos efectos se solaparon con los de la propia Gran Depresión, análisis posteriores que han logrado aislar el impacto de la ley arancelaria confirmaron su contribución significativa a estas nefastas consecuencias.

Pero la lesión no solo proviene del efecto negativo del propio arancel, sino de la reacción que estas medidas unilaterales suscitan. Parte del desastre del proteccionismo iniciado en 1930 provino de las represalias comerciales. Más de 25 países respondieron imponiendo sus propios aranceles a productos estadounidenses. Como resultado, no solo las importaciones norteamericanas colapsaron, sino que lo hicieron igualmente las exportaciones. Así, para 1932, las ventas a los países que aplicaron represalias habían caído un demoledor 31%. Cada dólar supuestamente protegido por los aranceles se tradujo en múltiples dólares perdidos en ventas al exterior.

Los sectores más golpeados fueron la agricultura y la industria. La producción industrial, por ejemplo, se desplomó casi un 47% entre 1929 y 1933. Las fábricas que inicialmente celebraron la protección frente a competidores extranjeros pronto se enfrentaron a una realidad brutal: sus mercados de exportación se habían esfumado.

Pero el daño no se limitó a la pérdida de mercados internacionales. Las empresas que dependían de componentes importados vieron cómo sus costes de producción se disparaban. Atrapadas entre el aumento de costes y la caída de la demanda, muchas simplemente quebraron. Así pues, esta realidad constituye una lección que, en estos días, observamos que parece haberse olvidado por algunos. Y es que cuando levantas muros al comercio internacional, terminas atrapado dentro de ellos. El proteccionismo es, en esencia, una forma de aislamiento económico autoimpuesto. Y aislarse, inevitablemente, empobrece.

Si los efectos sobre el empleo y la industria fueron devastadores, el impacto en los precios y el poder adquisitivo no fue menos traumático. Las importaciones se volvieron prohibitivamente caras para la mayoría, reduciendo drásticamente las opciones de los consumidores y eliminando la presión competitiva que ayuda a mantener los precios bajo control. La desigualdad se acentuó y la pobreza creció.

Finalmente, la clase media y trabajadora estadounidense, ya golpeada por el desempleo y la incertidumbre generada por el crack de octubre de 1929, vio aumentar el coste de la vida justo cuando menos podía permitírselo. Los aranceles funcionaron, en la práctica, como un impuesto regresivo que afectó desproporcionadamente a los más vulnerables. Y es que en medio de una recesión, una subida intensa de los impuestos ejerce un papel de profundización en esta, conduciendo a la depresión.

Esta es una verdad incómoda que los defensores del trumpismo (supuestos liberales) suelen omitir: los aranceles son, en última instancia, un impuesto encubierto sobre los propios ciudadanos a los que pretenden beneficiar. Es un exceso del Estado, curiosamente similar a lo acontecido allá por 1773 con el llamado motín del té en Boston, origen de la revolución norteamericana. Hoy el rey Trump vuelve a atacar a sus ciudadanos con la misma premisa. Y esta demostración de autocracia económica tiene efectos reales para sus ciudadanos, pues al encarecer artificialmente los productos importados, no solo se reduce el poder adquisitivo de las familias, sino que también se permite a los productores nacionales subir sus precios sin necesidad de mejorar su eficiencia o calidad.

Lo más frustrante de esta historia no es solo el daño económico causado, sino la obstinación con la que parecemos ignorar sus lecciones. El consenso entre economistas e historiadores es abrumador: la Ley Smoot-Hawley fue un error catastrófico que profundizó la crisis económica mundial, tan evidente que apenas cuatro años después, el propio Congreso estadounidense delegó el control de la política comercial en el presidente, reconociendo implícitamente su imprudencia y dando paso a décadas de liberalización comercial que contribuyeron significativamente a la prosperidad de la posguerra, aunque la tentación proteccionista siga resurgiendo periódicamente.

Y, sin embargo, aquí estamos, casi un siglo después, escuchando los mismos argumentos proteccionistas, quizá con nueva retórica, pero fundamentalmente idénticos. Se promete de nuevo que los aranceles “salvarán empleos” y “revitalizarán industrias”, como si la historia no tuviera nada que enseñarnos.

Pero el contexto actual agrava los riesgos. Las economías modernas están infinitamente más interconectadas que en la década de 1930, lo que hace que los aranceles sean potencialmente mucho más dañinos hoy. Las cadenas de suministro globales implican que casi ningún producto es enteramente nacional o extranjero. El nacionalismo económico no es solo una mala idea; en la práctica, es una quimera. Cualquier aumento significativo de aranceles desencadenará un efecto dominó que destruirá empleos en industrias importadoras y exportadoras, aumentará los precios para los consumidores y frenará el crecimiento económico general.

En este sentido, los aranceles son verdaderas armas silenciosas en guerras comerciales que nadie puede ganar. Funcionan como un virus económico: infectan primero a sectores específicos, pero eventualmente debilitan a todo el organismo económico.