Cuesta identificar el hecho concreto que provocó la conversión de miles de aficionados españoles en nuevos josefinos futbolísticos, aunque todo parece apuntar a la victoria de los franceses en el Mundial de Rusia, una oda imperial a la solidez defensiva, los físicos exuberantes y el ataque relámpago. Afrancesados los ha habido en España desde los tiempos de la Guerra de Independencia sin necesidad de que José Bonaparte (de ahí lo de josefinos) fichase por el Real Madrid, pero aquella conversión masiva del 2018 nos cogió a todos por sorpresa: tras años de identificación con un estilo de juego adaptado a las características fundamentales de nuestros futbolistas (buen pie, mejor cabeza), el gran público comenzó a clamar por una evolución urgente: hasta la Virgen del Pilar parecía querer ser francesa.
Se le tenía ganas al tan cacareado Estilo, en mayúsculas, probablemente por ser una idea inspirada en el dichoso ADN Barça y que tenía en Pep Guardiola y Luis Enrique a sus grandes embajadores. Con sus diferencias, con sus matices, con sus progresos, pero todo se seguía ordenando alrededor de la pelota y aquella obsesión insana comenzaba a cansar al país en ausencia de grandes resultados. De ahí la mirada codiciosa al fútbol practicado por los franceses. De ahí el anhelo colectivo de hacer lo mismo que el último vencedor. Y por eso hay algo milagroso en esta nueva selección española que ya no espía al vecino para copiar las respuestas, un equipo descarado, genial y desobediente que se presenta a los partidos sin necesidad de rezar: todo lo que muestra aparece porque se ha entrenado.
Habrá quien encuentre en la España actual algunos ecos de la Francia de Zidane, Thuram y compañía que ganó el Mundial del 98 entre lamentos de los más reaccionarios. Franceses blancos, en su mayoría, que decían no sentirse representados por una selección nacional que abrazaba con pasión el multiculturalismo. Las campañas ultras que sufrieron futbolistas como Lamine Yamal o Nico Williams durante la última Eurocopa dan buena fe de ello, aunque la victoria final y el modo de lograrla dejasen todo aquel ruido en una especie de anécdota retrógrada, un limbo torpe para fachitas, desbordados sus berridos por una ola de felicidad colectiva que hoy es la base ideológica de nuestro combinado nacional, ojalá algún día de nuestro país en su conjunto: la armonía.
España ya no es aquella selección furiosa de los años 70 y 80, obsesionada en derribar puertas a cabezazos. Tampoco el péndulo agotador —para los rivales, se entiende— que se proclamó campeona del mundo en Sudáfrica, aunque puestos a determinar sus influencias, tiene más de la segunda que de las primeras. El equipo engarzado por Luis de la Fuente sobre la base que dejó Luis Enrique es un conjunto moderno, de corte urbanita, hijo y nieto de la globalización, tan capaz de discutirle a Francia el modelo hegemónico del fútbol moderno que ya no son tantos los empeñados en devolvernos a la edad de piedra, al músculo brillante, el test de Cooper y esa idea tan falaz del gen ganador que abrazaron nuestros vecinos cuando decidieron que al fútbol se juega igual con Zidane que con Kanté.
Casi de repente, nos hemos convertido en una España mejor: más joven, mestiza, descarada, divertida… Todo cuanto temieron quienes celebraron los éxitos pasados con una mueca en la cara y a la espera de un primer tropiezo para reclamar un paso atrás. También contra ellos juega España esta semana, contra los josefinos. Y contra una Francia que mira al nuevo Dembélé y siente el impulso repentino de mandar a sus hijos a un buen colegio español.