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Bombardeo extraterrestre: lo que nos llega del espacio

El 19 de septiembre de 1783, una oveja, un pato y un gallo viajaron por primera vez en un globo aerostático que se llamaba Réveillon, que parece que se traduce como “cena de fiesta”. Llegaron a una altura de casi 500 metros y aterrizaron sanos y salvos, no sé si ya esa noche la cosa fue peor para los pasajeros viendo el nombre del globo. Que conste que quizás estoy pensando un poco mal, el nombre del globo era igual al del productor de papel de paredes que colaboró con Joseph-Michel y Jacques-Étienne Montgolfier, hermanos, residentes en París, empresarios especializados en empapelar paredes, e inventores entre otras cosas del globo aerostático.

Ese interés en inventar nuevas cosas, usando propiedades físicas del universo como que un gas caliente se expande, baja su densidad, y puede elevarse dentro de una masa de aire más frío, unos pocos años más tarde desembocó en los primeros usos militares de los globos (principalmente para reconocimientos del territorio enemigo), utilidad que llegó incluso a la Segunda Guerra Mundial. Pero no me quiero centrar en esos usos violentos que tristemente le damos a muchos inventos, o que incluso fomentan la invención humana, sino en otra aplicación de los globos aerostáticos, que llegó más tarde y que demuestra la esencia de la ciencia básica, una investigación que puede llevar a descubrimientos impensables, cambios de paradigma incluso, pero en escalas de tiempo bastante largas, e involucrando esfuerzos heterogéneos por parte de mucha gente.

Antes de llegar a la historia del globo, me detengo en otros varios trabajos interesantes. En 1895, Wilhelm Conrad Roentgen descubrió que una placa de un material que se vuelve fluorescente cuando es bañado por luz solar tenía el mismo comportamiento tras dejarlo en una habitación donde había un tubo por el que se hacía pasar una corriente eléctrica, aun estando tapado con un cartón. Era el descubrimiento de los rayos X, que atravesaban el material opaco, incluso la carne de la mano de la mujer de Roentgen, donde poco después probó su descubrimiento.

Un año más tarde Antoine-Henri Becquerel descubrió un material natural, una sal de uranio, que tenía un comportamiento parecido, aunque su efecto desaparecía si se creaba un campo magnético, algo que no les ocurría a los rayos-X de Roentgen. En ambos casos se estaban viendo los poderes de ciertos materiales en ionizar, es decir, quitarles electrones a los átomos a través de cierto tipo de radiación. Ionizarse (es decir, sufrir el efecto de esa radiación) es algo relativamente fácil para algunos materiales, que luego tienden a captar de nuevo los electrones (recombinarse) y en el proceso emiten luz (fluorescencia).

Theodore Wulf también estaba interesado en la ionización y argumentó que si algunos materiales ionizan otros, al alejarnos de los primeros, debemos medir una menor ionización. Aplicado a la atmósfera, y sabiendo que ciertas sales, como hemos dicho anteriormente, que se encuentran en algunas rocas, son fuentes ionizantes, el “sentido común” podría indicar que si nos alejamos de la superficie de la Tierra donde están esas rocas, la ionización del aire debería bajar. Wulf se subió a la Torre Eiffel en 1910 y vio que a 300 metros sobre la ciudad de París, la ionización era menor que a nivel de suelo, pero no tanto como había predicho, debería haber disminuido mucho más allá arriba. Ante algo así, un científico piensa que sus cálculos y predicciones están mal porque la teoría es completamente errónea, o quizás, más probable, la teoría necesita refinarse. Es lo que tienen los datos (que describen la realidad), deben obligar a replantearse los prejuicios, no es cosa solo de científicos.

Y llegamos a Victor Franz Hess, que siguió investigando sobre este asunto y comprobó que la atmósfera tiene cierto grado de ionización que efectivamente va bajando, pero solo hasta una altura de aproximadamente un kilómetro, donde el aire prácticamente no presenta ionización. ¡Pero luego empieza a subir! Con un globo aerostático de hidrógeno (mucho mejor que de aire caliente), equipado con un aparato de medida, un electroscopio, que mide si algo está cargado eléctricamente, subió hasta alturas de unos cinco kilómetros en 1911-1912 y vio que la ionización del aire era el doble que la medida al nivel del mar. Concluyó que la fuente de ionización venía del espacio exterior. Además también midió la ionización a esas alturas en un eclipse de sol, y no vio cambios, así que parecía que el Sol no tenía que ver en el problema.

Robert Andrews Millikan en 1925 confirmó el origen extraterrestre de la radiación y la llamó “rayos cósmicos”. Me parece curioso que aunque es el que acuñó ese nombre, en realidad defendió que los rayos cósmicos eran fotones energéticos, de ahí usar la palabra rayos, que debían provenir de creación continua de átomos en el espacio, necesaria para evitar la conocida “muerte térmica del universo”, que debía ocurrir al homogeneizarse la temperatura del universo, incrementándose la entropía hasta llegar a ser máxima. Sé que a muchos lectores les gusta esto de la entropía, la flecha del tiempo, las leyes de la termodinámica, etc…, pero para hablar de ello se necesitarían más artículos, ya los haremos. Lo relevante aquí es que la visión sobre la naturaleza de los rayos cósmicos que tenía Millikan no era correcta (complicada e imaginativa sí). En realidad, son principalmente partículas cargadas, como defendió otro gran físico, Arthur Compton, hace algo menos de 100 años, lo que está detrás de esos rayos cósmicos.

Y después de toda esta historia histórica (me gusta que los ingleses tienen dos palabras diferentes que nosotros traducimos por historia, lean relato histórico si lo prefieren), llegamos a la astrofísica. Efectivamente, el espacio exterior está lleno de rayos cósmicos. Se originan en estrellas como la nuestra, en el espacio interestelar, en agujeros negros pequeños o grandes de galaxias cercanas o distantes existentes en los confines del espacio-tiempo.

Los rayos cósmicos, hoy también llamados astropartículas con mejor acierto desde el punto de vista físico, son principalmente núcleos de átomos, sin electrones y, por tanto, cargados eléctricamente. Casi todo lo que nos llega del exterior es, de hecho, núcleos de hidrógeno, o lo que es lo mismo, protones; dan cuenta del 90% de las astropartículas. Otro 9% son átomos de helio (2 protones y 2 neutrones, que se llaman partículas α -alpha-) y lo demás son núcleos de elementos más pesados. Una parte muy pequeña de las astropartículas que nos llegan son, en realidad, antimateria, sobre todo positrones (la antimateria de los electrones) y antiprotones. Andamos buscando desde hace unos años anti-partículas alpha que nos lleguen del espacio exterior, sin éxito por ahora.

Las velocidades de estos rayos cósmicos son impresionante, cercana a la velocidad de la luz en muchos casos, por lo que llevan gran cantidad de energía que liberan al chocar con los átomos que se encuentran en las capas más altas de la atmósfera. Las medidas indican que nos llega, cada segundo y por cada metro cuadrado, el equivalente a 1000 protones o, más detalladamente, un protón con una energía cinética 1000 veces mayor que el equivalente en energía de su masa. El rayo cósmico más energético medido, al que se le llamó el “Oh-My-God particle”, “partícula ay dios mío”, se interpretó como un solo protón con la energía cinética equivalente a una pelota de golf golpeada con fuerza.

Con esas energías o menores, lo típico es un rayo cósmico billones de veces menos energético, en esos choques con el material de nuestra atmósfera se rompen átomos, se ionizan otros, y se crean nuevas partículas, como son los neutrinos, piones y muones. Y estos últimos, los muones, que son muy poco sociables y no interaccionan con la materia (casi), llegan muy fácilmente hasta la superficie terrestre. Se calcula que un muon cada segundo atraviesa nuestra cabeza. Estos muones son los responsables de gran parte de la ionización del aire a nivel de suelo, que no es solo debida a material radiactivo presente en las rocas terrestres. Curioso que la suposición inicial de la teoría que explicaba la ionización atmosférica en realidad era bastante incorrecta, pero llevó al descubrimiento de los rayos cósmicos, el universo siempre sorprende.

Vacío Cósmico es una sección en la que se presenta nuestro conocimiento sobre el universo de una forma cualitativa y cuantitativa. Se pretende explicar la importancia de entender el cosmos no solo desde el punto de vista científico, sino también filosófico, social y económico. El nombre “vacío cósmico” hace referencia al hecho de que el universo es y está, en su mayor parte, vacío, con menos de un átomo por metro cúbico, a pesar de que en nuestro entorno, paradójicamente, hay quintillones de átomos por metro cúbico, lo que invita a una reflexión sobre nuestra existencia y la presencia de vida en el universo. La sección la integran Pablo G. Pérez González, investigador del Centro de Astrobiología, y Eva Villaver, subdirectora del Instituto de Astrofísica de Canarias.