Vivimos estos primeros meses de 2025 con la sensación de estar contemplando fenómenos que pueden cambiar de forma drástica el alcance tecnológico y algunas de las bases económicas y sociales de nuestro tiempo. En el epicentro de esta sensación se encuentra la inteligencia artificial (IA). El perímetro de la IA va más allá de sus aplicaciones más vistosas (como los asistentes virtuales o los traductores automáticos) y engloba a los creadores de modelos, a las empresas de semiconductores (Nvidia y otras, especializadas en chips para el entrenamiento y la inferencia); a los proveedores de centros de datos y servicios en la nube que deben proporcionar la masiva capacidad de computación requerida por los modelos; a los operadores de telecomunicaciones, garantes de infraestructura de redes y ancho de banda, y a las empresas energéticas, imprescindibles para alimentar, a costes razonables, los centros de procesamiento de datos. Todo este ecosistema es necesario para que la IA se despliegue a gran escala. También lo son las nuevas ideas de aplicación, chips más eficientes así como una gobernanza y regulación global efectivas.
La principal disrupción ha sucedido en el ámbito de los modelos de lenguaje de gran tamaño: la irrupción de DeepSeek y de Alibaba suponen alternativas más baratas y eficientes que sacuden los cimientos del liderazgo de los gigantes estadounidenses (Google, Microsoft, Meta, Amazon, OpenAI). Son el mejor reflejo de la capacidad china para innovar en IA, más allá de la mera fabricación de hardware, y la prueba definitiva de su aspiración a un liderazgo digital completo. Su éxito casi inmediato confirma que se puede rivalizar con los grandes gigantes occidentales con soluciones más ligeras, algoritmos optimizados y un empleo más eficiente y estratégico de recursos.
Un ecosistema más plural a escala global es bienvenido: promueve la competencia, abarata costes, reduce la probabilidad de monopolización de la innovación y debiera permitir una implantación de la IA más rápida y amplia por sectores de actividad. En todo caso, obliga a las empresas estadounidenses a replantearse su estrategia de inversión y posicionamiento global. La llegada de competidores con aproximaciones más eficientes al entrenamiento y la inferencia de modelos desafía el mantra de “cuanto más grande, mejor”. Que las big tech estadounidenses opten por abrirse a un entorno más colaborativo o, por el contrario, blinden su innovación con patentes y desarrollos internos es hoy una incógnita. Y de la opción por la que finalmente se decanten dependerá en gran medida la velocidad y la amplitud con la que se extienda la IA.
En esta dinámica global Europa no puede ni debe quedarse rezagada. La UE goza de un considerable acervo científico, pero hasta ahora se ha enfrentado a una financiación fragmentada y a la ausencia de grandes campeones tecnológicos dispuestos a invertir de forma masiva. Hay esperanza: el giro copernicano que estamos presenciando estas semanas en la UE en materia de esfuerzo inversor en seguridad, defensa e infraestructuras podría pronto extenderse a la innovación tecnológica. La UE, además, cuenta con un factor diferencial en una aproximación regulatoria a la IA centrada en la protección de derechos y en la ética.
En clave de reflexiones macroeconómicas, la irrupción de alternativas más asequibles abre, en teoría, a una adopción más extensiva de la IA, cuyos efectos pueden ser notables en términos de arrastre sobre la economía global: mayor adopción equivale a mayor demanda de servicios de soporte, seguridad, análisis de datos y almacenamiento. La tarta de oportunidades, por tanto, se amplía. Destacados economistas como Philippe Aghion o Daron Acemoglu apuntan al potencial para asistir a incrementos de productividad y, potencialmente (en un horizonte no definido) a un ciclo de crecimiento acelerado. Ahora bien, harán falta más ingredientes para que suceda. Experiencias pasadas, como el impulso de digitalización de los años noventa del siglo pasado, apuntan a la necesidad de un marco regulatorio claro, políticas de fomento de la competencia y, sobre todo, mucho capital humano preparado. Sin estos elementos, el aumento del PIB global derivado del despliegue de la IA podría quedarse lejos de su potencial teórico.
¿Y qué decir del impacto sobre la inflación? La posibilidad de una dinámica de “doble ciclo” (inflación primero, desinflación después) similar a la de otras olas de innovación pasadas, como la electrificación global de la primera mitad del siglo XX, es un aspecto que nos ocupa —y preocupa— a los economistas. La lógica de una fase inicial con riesgo de presión inflacionaria es evidente: el entrenamiento de modelos masivos demanda infraestructura computacional, semiconductores avanzados y mucha energía eléctrica. Todos son inputs estratégicos. La demanda de talento cualificado podría exceder la oferta y presionar los salarios. En una segunda fase, de adopción y despliegue masivo, el desplazamiento de tareas repetitivas y el abaratamiento de procesos podría generar un efecto depresor sobre la inflación. La principal incógnita es el ritmo y el horizonte en que se producirá cada fase, así como su impacto sobre variables financieras y política monetaria.
Turno ahora para sus efectos sobre el mercado laboral. La automatización inteligente —uso de la IA para sustituir o complementar tareas humanas— es fuente de inquietud generalizada. ¿Habrá destrucción, transformación o creación neta de puestos de trabajo? La historia de las innovaciones tecnológicas sugiere que, aunque se pierdan ciertos empleos, se generan nuevas ocupaciones en nuevas actividades. Evitar que grandes colectivos queden desplazados y crezca (aún más) la desigualdad en nuestras sociedades necesitará de formación continua, reorientación profesional, mucha inversión en educación STEAM (ciencia, tecnología, artes, ingeniería y matemáticas) y el desarrollo de competencias digitales transversales.
No todo es optimismo. Hay riesgos. Una cierta deriva hacia el feudalismo digital es una posibilidad real si unas pocas corporaciones concentran la mayor parte de los datos y la capacidad de procesarlos, reduciendo la competencia y la participación social. Una fiscalización internacional efectiva, la colaboración público-privada y la diversificación de la oferta (evitando la hiperconcentración de la tecnología en pocas manos) ayudarían en este sentido. Otro riesgo lo sitúo en las tentaciones de deriva hacia estados de vigilancia masiva (surveillance states) habilitados vía uso de algoritmos de reconocimiento facial y análisis masivo de metadatos. Sin marcos regulatorios claros, la IA podría convertirse en herramienta de control social en detrimento de libertades fundamentales.
El momento es fascinante y la historia de la innovación nos anima a pensar que, bien gestionadas, las revoluciones tecnológicas generan un impacto profundo y positivo en la productividad y la calidad de vida. El aumento de competencia en la provisión de IA rompe el statu quo de un dominio indefinido por parte de unos pocos gigantes estadounidenses, abriendo la posibilidad de una mayor aceleración de la adopción de la IA. Pero no es suficiente. Hacen falta marcos de gobernanza que garanticen un uso responsable y equitativo de la tecnología. Gobiernos y grandes corporaciones tendrán que invertir fuerte en formación, y fomentar la transparencia y la ética para intentar lograr un equilibrio entre innovación, inclusión y responsabilidad social. La IA debe convertirse en un pilar de prosperidad, no generar más desigualdad ni favorecer más concentración de poder.