Ver películas en el cine se ha convertido en un infierno para muchos aficionados al Séptimo Arte, que además de precios altos, aguantan a maleducados.
Ir al cine a veces es un acto de fe… y de paciencia. Fe porque esperamos que no nos toque compartir sala con vecinos pesados, y paciencia porque cada vez son más frecuentes ciertos comportamientos de parte del público que antes se atajaban con una expulsión de la sala.
Cualquiera que lleve yendo al cine toda la vida, y que ya tenga suficientes primaveras en el retrovisor como para hablar con perspectiva, sabrá que no es lo mismo ir al cine a día de hoy a ver Wicked, que hacerlo en 1993 a ver Jurassic Park.
Todo lo que se ha mejorado la experiencia en temas de imagen y sonido en la sala, o butacas comodísimas y amplias, es inversamente proporcional al comportamiento de ciertos elementos que parece que van a los cines a tocar las narices, aunque usaría otra parte de la anatomía en otro tipo de ambiente.
Y ojo, que ni siquiera me voy a centrar en los que se ponen a hablar en medio de una película como si estuvieran en el mercado comprando patatas, que aquí hay para todos, he llegado a «disfrutar» de Jurassic World en una sala a la que unos padres tuvieron a bien acudir con un bebé de apenas meses. El chiste se cuenta solo, aunque a mí no me hizo ninguna gracia.
O casos como ir a ver Matrix Resurrections justo cuando empezábamos a salir de la pandemia de coronavirus y tener que lidiar con los monos de circo que se sentaron en lados opuestos de la sala y, aun así, tenían la necesidad de comentar la película a berridos. Al menos, en esta ocasión, no fue una gran pérdida —lo siento, Keanu…—.
Ese mismo año también me tocó la «comentarista» justo detrás en Spider-Man: No Way Home. Entregadísima estaba la chica a lo «guapos» que son Tom Holland, Andrew Garfield y Tobey Maguire. Te lo aseguro, consolega, lo repitió como 452 veces.
Y ya nos podríamos meter en berenjenales como los «lumbreras» que encienden pirotecnia en una sala de cine, los que terminan convirtiendo el patio de butacas en un ring de boxeo o los que, sencillamente, carecen de la educación mínima como para convivir con nadie más.
Y sí, hay películas en las que te puedes soltar un poco, pero los circos que se montan en algunas proyecciones son dignos de estudio, y no en el buen sentido.
¿Te acuerdas del acomodador? Yo tampoco
La figura del acomodador, esa persona con capacidad, y bemoles, para echar a los espectadores cuyo comportamiento importunase a los demás, es lejana incluso para mí, que tengo 38 inviernos. Alguno vi en mi infancia, pero a medida que las multisalas proliferaban, su presencia ha ido desapareciendo del todo.
Y eso que el personal de seguridad, en los cines en los que disponen de ellos, tampoco es que haya nada cuando se presenta una queja por estas situaciones que estamos comentando. Aquí, he de decir, que no es tanto culpa de ellos, como de las leyes que tenemos, que los tienen atados en corto en ausencia de la Policía.
Esta falta de autoridad en las salas de cine potencia que algunos se piensen que pueden hacer lo que les dé la realísima gana, porque «ellos han pagado su entrada». Tú, que tienes que ver una película soportándolos, también, pero su «libertad» se impone a la tuya.
Pagas más, disfrutas menos
Fuera de días del espectador o de promociones varias, los precios de las entradas de cine se han convertido en una locura en los últimos 20 años. Con lo que cuesta hoy en día una entrada normal, hace 20 o 25 años iba al cine una familia de tres miembros en algunas poblaciones. Mínimo dos.
Tampoco te comías 20 minutos o media hora de tráileres y anuncios, a veces repetidos, que, junto al precio de las entradas, invitan a que el público deje vacías las salas en muchas ocasiones.
Y mejor no hablemos del servicio de ambigú, el bar, para entendernos, porque los precios de los menús han alcanzado ya niveles de un absurdo tremendo.
Si a esas trabas económicas se les suman los comportamientos de esos elementos incívicos, es normal que uno mire con ojos golosos el martillo de guerra de El señor de los anillos: La guerra de los Rohirrim —el cubo de palomitas temático—, para hacer callar a tanto desaprensivo. Obviamente, esa no es la opción, pero ganas no faltan.
No ayuda tampoco que estrellas como Dwayne Johnson animen a la gente a cantar en las salas cuando van a ver Vaiana 2 o Wicked «porque han pagado mucho por la entrada». Claro, majo, y yo también, pero no para escuchar cómo cantan los demás espectadores como si arañasen una pizarra, sino a los artistas originales o a los actores de doblaje.
En fin, si alguna vez pensaste que esa sensación de que la gente se ha vuelto una maleducada en una sesión de cine que te ha costado lo suyo pagar, que sepas que hay mucha gente que piensa igual. La pena es que también hay muchos que tienen un contrato de menos con la educación y el respeto.
Las opiniones expresadas en este artículo son las del autor y no tienen por qué coincidir necesaria o exactamente con la posición de Henneo Magazines o Hobbyconsolas.
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